viernes, 28 de abril de 2017

La Bella y la Bestia

Crónica de una creación

Pocas horas quedan para ver en vida aquello en lo que he puesto alma y corazón en estos últimos meses, mi obra La Bella y la Bestia.

Mi ballet lleva la firma de la pasión por la danza, por ese arte coreográfico que me transmitió Maurice Béjart. Tras más de una década de ser intérprete de ideas suyas, esta vez me toca estar del otro lado del escenario, al lado de Maurice, en las butacas dirigiendo a mis bailarines.

La consiga fue hacer un ballet en donde todos bailaran, los sesenta y cinco estudiantes de la Licenciatura en Danza Clásica, de los grados primero a quinto, en una obra de 45 minutos aproximadamente. “¡Sesenta y cinco estudiantes!”, me dije yo. Pedí verlos en clase para conocerlos. Poco a poco fui viendo sus fortalezas y debilidades.

La idea de crear La Bella y la Bestia fue casi inmediata, me sumergí en la novela de Madame de Villeneuve, y en pocas horas devoré el libro. Tras la maestría en Creación Literaria aprendí a leer muy rápido, mis compañeros me decían que leía las novelas como “alma que lleva el diablo”, y es que compaginar mis otras actividades y leer cerca de cinco novelas por semana no fue fácil.

Confieso que la primera vez que vi los pasos ideados por mi mente sobre los cuerpos de esos jóvenes talentosos mexicanos, acompañados por la orquesta en vivo, en el Teatro Flores Canelo, escenario que inauguró mi hermana Ana Lilia, en paz descanse, con su Pas de Vendageurs, de Giselle, me quedé sin habla. Era aquello que tanto había anhelado, que se convertía frente a mí en realidad. Mi cuerpo se estremeció, lograron llevarme a ese universo ideado por mis fantasías, en esa escena del Jardín de las Hespérides. Notas y movimientos al unísono, en el surgimiento de una nueva creación.

Mi danza vive a través de ellos, me hacen sonreír y reír con sus elocuencias. Disfruto verlos bailar y transmitirles mis conocimientos. Yo también un día fui como ellos, yo también fui una niña del Centro Nacional de las Artes y gustosa yo de regresar donde crecí para crearles un ballet. Era una niña muy traviesa, recuerdo que me mandaron llamar a mi papá.
—Papá, necesito que vengas a la escuela —le dije al teléfono.
—¿Para qué? ¿Perdiste la llave de tu locker? —contestó.
—No, es otra cosa. Ven por favor —y colgué.

Mi padre llegó tras una hora mientras estaba yo en la biblioteca realizando el castigo que me habían asignado. Lo vi entrar a la oficina de la directora de secundaria, hasta que me mandaron llamar.

—¿Por qué lo hiciste? —me preguntó mi papá.
—¡Porque así soy yo, Luisa Díaz, traviesa y qué!

No me ha tocado que me pongan agua en mi silla, quizá porque siempre estoy de pie, lista para marcarles en caso de que se les olvide o para darles correcciones sobre mi cuerpo. He disfrutado cada escena que creé sobre y para ellos. En un mes el ballet estaba listo, pero no de 45 minutos, sino de una hora y quince minutos. Me dejé llevar por mi inspiración y cuando menos vi me había pasado del tiempo asignado.

Agradezco infinitamente al director Rodolfo Hechavarría por la invitación y a mi equipo creativo: a los compositores Héctor Jiménez, Israel Torres, Paty Moya por ajustar sus músicas según lo que les pedía y por ponerse a escribir sus composiciones para mí; al grupo The Skonekt y Omar Sánchez por prestarme sus músicas; al director de orquesta David Rocha por guiar a tus músicos con gran pasión; a los artistas plásticos Mathilde y Henri Mallard por tantas horas de complicidad y colaboración; a los alumnos bailarines por darle vida a mis ideas y darme tantas satisfacciones al verlos cada día mejor; al maestro José Rodríguez y a la maestra Claudia Galicia por ayudarme a coordinar los ensayos, apoyarme diariamente y ayudarme en esa segunda semana de vacaciones con todos los niños y a las alumnas de docencia; al director técnico, el ingeniero Arturo Padilla, y su equipo técnico; a los iluminadores y técnicos de sonido y audio; a Alex Campero por ayudarme a crear los efectos de sonido; a los maestros de la Escuela Nacional de Danza Clásica y Contemporánea por ayudarme a ensayar a los alumnos; a Maricruz Pérez, al Lic. Francisco Gómez, a Ana López; a la Escuela Nacional de Música; a todo el personal del CNA y producción del INBA; a  las vestuaristas de la tienda de ballet Ithalu por realizar los 160 vestuarios; a la diseñadora textil Alejandra Luna por pintar bellamente los vestuarios de las furias y la Bestia; a Mayra Flores por crear los tocados de los 65 bailarines; a la prensa del Universal por seguirme de cerca; a los padres de familia que apoyan a sus hijos en su arte; y a mi Luisito querido por estar ahí conmigo siendo el reloj de mi vida y partícipe de mi creación.

Estos últimos días han sido llenos de alegrías e intenso trabajo, he reído, llorado de emoción y también de cansancio. He disfrutado cada segundo de todo esto. Ahora sólo me queda esperar ese gran estreno.

¡Gracias a todos los que hacen posible que este sueño nuestro se haga realidad!

Obra de la artista plástica Matilde Mallard.

Mi hermana Ana Lilia Díaz, en Pas de vendage, en la inauguración del Teatro Raúl Flores Canelo.




martes, 18 de abril de 2017



La consagración y el exterminio

Era el fin de mi primera temporada, había yo cumplido apenas dieciocho años y ahora me doy cuenta de lo joven que era. En el lobby del hotel en Barcelona, Maurice me dijo, en español: «Luisa, quiero que te aprendas el rol de la “Elegida” de La Consagración de la primavera». No le di importancia, me emocioné un poco, pero jamás pensé que pasaría lo que sucedió después.

Al volver de las vacaciones de verano comenzaron los ensayos de La Consagración de la primavera. En la tablilla de informaciones y avisos de la compañía, ¡mi nombre estaba puesto junto con algunos otros para bailar el papel principal y tenía programado un ensayo en pocos minutos! ¡No podía creerlo!, si era apenas el inicio de mi segundo año en la agrupación y este es el rol máximo al que aspira una bailarina, uno de los ballets míticos de este creador. ¡Y yo no me había aprendido nada en las vacaciones! Fui a la pequeña biblioteca de videos y pedí uno, en aquel entonces aún eran cassettes VHS –era el año 2001– y corrí a uno de los salones para aprendérmelo. En un par de minutos logré asimilar a grosso modo los pasos, no sé ni cómo lo hice, pero había muchos aspectos que no tenía claros, como las cuentas de los pasos[1].

A las dos de la tarde tuve mi primer ensayo con Kathryn Bradney, gran bailarina retirada de la compañía que en ese entonces se dedicaba a darnos clases y ensayarnos. Me aclaró mis dudas, e instantes después Maurice entró al salón para observar y darme sus correcciones. Estaba nerviosa, su presencia me impactaba. Uno de los obstáculos de este rol es el solo de la bailarina principal, es decir su variation, que es sumamente larga y muy pesada físicamente; se necesita mucha resistencia para poder terminarla, como si fuera un intenso maratón, por así decirlo. Casi al final del ensayo, Maurice me preguntó si quería “pasar toda la variation”, o sea bailarla de corrido, sin parar. No pude decirle que no, esa pregunta tenía una sola respuesta. Pero era más que irracional, ¡si acabábamos de regresar a bailar tras un mes de vacaciones! Acepté y yo misma me impresioné: logré interpretarla toda.

―¡Ni pareces cansada, Luisa! ―me dijo Maurice ―generalmente la “Elegida” termina muriéndose de agotamiento físico y sin poder respirar.

Me reí y no dije nada, pero sí que estaba sofocada y creo que se notaba. Me parece que mi verano en México me ayudó, porque estando a casi tres mil metros sobre el nivel del mar me sirvió como entrenamiento físico. Además de la sana juventud que llevaba, no fumaba y sigo sin hacerlo; era una joven fuerte y con una preparación muy buena al haberme graduado de la Escuela de la Ópera de París. Después me enteré que las intérpretes anteriores eran todas mayores que yo.

Pasaron varias semanas de ensayos, mi variation se encontraba cada vez más pulida; cada detalle estaba corregido, cada mirada, gesto e intención. Me aprendí todo el resto del ballet y el culminante final que seguía a la variation. No era suficiente solamente terminar el solo, sino continuar con el mismo ímpetu para emprender ese gran final; era una verdadera batalla física. Pero aún no tenía yo una fecha programada para bailar. Hasta que por fin, aparecieron los nombres de los elencos que bailarían en el Palacio de Congresos en París a finales de septiembre. En ese momento sí que sentí gran emoción, era algo real: mi nombre escrito sobre una hoja de papel. Pero a la vez, una gran presión me invadió. París es la cuna de la danza, el recinto del academicismo francés, el público es muy exigente ahí, a las funciones de la compañía en París asisten los bailarines, las estrellas, maestros, y ensayadores del Ballet de la Ópera de París. Seguro estaría Madame Claude Bessy, la directora de mi escuela, la de la Ópera de París. Ahora, la considero a ella como mi hada madrina, pero en aquel entonces no entendía su exigencia, lo dura que era con los alumnos, pero se lo agradezco infinitamente. Con todo eso en mente, ensayé con mucha más consciencia, como si hubiera aterrizado de un sueño.

Ese día, terminamos la clase de ballet y continuamos con los ensayos, Y en un receso, nos enteramos de la horrible noticia: las Torres Gemelas de Nueva York acababan de ser derrumbadas por atentados terroristas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, cómo podía ser eso posible, en qué mundo estábamos viviendo. ¿Acaso era el inicio de una guerra mundial? ¿Cuántos inocentes habrían muerto en ese ataque? Además, otro avión había sido impactado contra las fachadas del Pentágono, en Virginia y otro más se estrelló en un campo abierto en Pensilvania.

Nadie pudo concentrarse en los ensayos que siguieron. Se cancelaron las actividades y nos dieron la tarde libre. Volví a casa y tuve mucho miedo, ¿estaba yo en lugar seguro? Intenté tranquilizarme, pensando que estaba en Suiza, un país neutral, en una pequeña ciudad, la capital olímpica, Lausanne.  Me quedé dormida mirando las terribles noticias y sabiendo que en el sótano de mi edificio había un resguardo contra ataques nucleares.

A la mañana siguiente corría el rumor de que quizá se cancelaría la gira parisina, debido a lo sucedido. Era el inicio de una guerra contra el terrorismo. No sabía qué pensar. Quizá todo había sido apenas sueño, una ilusión, un espejismo, pero el mundo estaba de luto. A pesar de eso, continuamos ensayando y al final del día se confirmó la gira: sí bailaría.

El tren partió hacia la capital francesa, no pude dejar de pensar en lo que estaba por vivir. Una y otra vez repasé en mi memoria la coreografía, las cuentas, todo lo que me había corregido Maurice.

En el primer día de ensayo en el foro se incorporaron bailarines del Ballet du Rhin, de Strasbourg, ya que este ballet lleva un gran cuerpo de baile. Maurice, desde las butacas, dirigió el ensayo, dando correcciones de colocación en el escenario, luces para los iluminadores, etc.

—¡Quítense esas fachas, parecen pordioseros! —dijo Maurice por el micrófono, dando la orden a los bailarines de quitarnos los pantalones, blusas y demás vestimentas que todos llevábamos puestos, quedándonos solamente en mallas y leotardos.  

Estuvimos en el foro cerca de cinco horas ensayando este ballet. Esta obra fue la que propulsó a Maurice Béjart como coreógrafo emprendedor e innovador.

—Luisa, pasemos tu solo —escuché decir a Maurice por el micrófono.
“¡Dios mío!”, pensé. Corrí a la bambalina, bebí un trago de agua, respiré profundamente y me coloqué en el centro del escenario, rodeada del enorme cuerpo de baile, quien me observaba. A decir verdad, no les presté atención, pero sentí cierta energía extraña, como si estuvieran esperando a que me cayera.

            —Bien, subiré al escenario para darte ciertas correcciones, pero bastante bien. Muchas gracias, mis niños. Por hoy, hemos terminado —dijo Maurice.
            Nos quedamos Maurice y yo en el escenario. Escuché con atención cada una de sus indicaciones, buscando la perfección de sus movimientos, su técnica béjartiana.

El día de mi anhelado estreno llegó: detrás del telón no podía esperar ni un segundo más, quería que la función empezara y aún no daban esa tercera llamada. Hasta que por fin las luces se apagaron adentrándome en un vacío obscuro.

 De pie en medio del escenario, rodeada de las demás bailarinas colocadas sobre el piso, y yo mirando hacia el infinito a un enorme hoyo negro donde sólo distinguía una fuerte luz sobre mi rostro, dejándome casi ciega. Mi cuerpo como por inercia siguió la coreografía, la atmósfera casi ritualizada de una consagración que llegaba a su cúspide. Las escenas del ballet desfilaron entre aplausos de los espectadores hasta que me vi junto a Maurice dando las gracias al público.

—¡Bravo, Luisa! —me dijo dándome un beso. Con los ramos de rosas en mis brazos, le devolví el beso.
No sabía qué pensar, había terminado la función, empecé a llorar de felicidad, era eso lo que había estado esperando, ese momento en donde estás al frente de una afamada agrupación y tú llevando el rol protagónico de la mano de Maurice.






[1] En las coreografías de danza se suele contar del uno al ocho, y a cada cuenta se le asigna un paso o movimiento de la coreografía.

jueves, 13 de abril de 2017

Danza Callejera en la Ciudad de México


Danza Callejera en la Ciudad de México

https://www.youtube.com/watch?v=P7Oky25AeLU&t=5s

Caminando por las calles, perdida en el momento y en el tiempo, me pregunto ¿qué es la existencia misma? ¿Es acaso la visión que cada uno tiene de su vida? En un mundo donde la soledad es nuestro mal apreciado, no logramos entendernos, los sentimientos desaparecen, ya no se tienen certezas, las verdades no son absolutas. ¿Cuál es la verdad de los hechos?, ¿la suya o la mía? Buscamos alcanzar la paz en nuestras almas. Vivimos en un camino de incertidumbres en la espera de un prometedor futuro, que quizá nunca llegue. Entonces, ¿por qué no vivir mi instante en medio de este caos?

Continúo por las avenidas y el embrujo se apodera de mí, mi mundo interno palpita, emerge a la superficie, como si fuera algo que implora el cuerpo y que va más allá del anhelo. Ya no quiero esperar más. Surge mi danza como exaltación de alegría, experiencia artística. El baile aparece en mi cotidianidad al poseer un cuerpo y un espíritu que le permite materializar y encarnar la danza. No importa que la gente esté en su propio mundo, absorbidos por sus preocupaciones terrenales, el ser danzante es capaz de bailar en cualquier circunstancia y lugar. La danza nace del instinto, del ritmo que uno lleva dentro.

Jamás se saciará la sed por bailar, como besos imposibles, deseos insatisfechos, inagotable frenesí, como una necesidad que implora el cuerpo, es un hambre insaciable de vivir la danza. El placer de revocar mi individualidad bailando frente a otros, para sentir la continuidad de mi ser y convertirme en objeto de contemplación.

El mundo se detiene en mi danza callejera, maravilla y complejidad de los pasos, mediante ellos abrazamos al mundo como una red lanzada en el espacio. La danza es una metáfora de la vida. Mi pasado y mi futuro se hallan en ella, la forma de moverme constituye mi ser. Bailo como ando.

El fulgor de los movimientos traspasa nuestro ser, desaparece el tiempo, la alegría de bailar ilumina nuestros cuerpos, es un canto a la vida que nos acompaña. Danza callejera que surge del impulso. Proyecto mi cuerpo en el mundo, sin éste la danza no existe.
Poderosa esencia del goce por bailar. Dejo que la danza ocurra. Continuidad del movimiento, sin saber a dónde me llevará, permito pasivamente que me conduzca la coreografía de la vida. La existencia se mueve.

La tarde se hace noche rumiando ideas. Perdidas entre nubes de polvo, se evaporan las piruetas. Mi alma se libera de mi cuerpo al soñar en mis danzas perpetuas, en esta música visual. Desprendamos las estrellas en nuestra ardiente imaginación, bailemos hasta que amanezca las danzas eternas que pasan por mi sueño y me besan una vez más. Despierto del silencio y transcribo lo que me mente piensa en esta danza callejera.